sábado, 13 de octubre de 2012

Lengua Muerta


En el futuro, donde todo es blanco y las montañas son de vidrio, un hombre compra una antigüedad valiosa como un país. Es una mujer con el cuerpo absolutamente tatuado en lengua muerta. No come ni defeca, es una obra de arte. En el pasado miles habían recorrido el mundo sólo para verla, ahora está guardada del polvo y la humedad, acostada en el comedor de un magnate ermitaño, desnuda para siempre.
Su dueño toma el vino de la noche sentado ante ella, con los codos apoyados en la mesa, sorbiendo en soledad. Él no sabe que ella sí escucha, que lo escucha eructar, que lo escucha tararear y decir todo lo que se dice cuando se está solo. Nunca había presenciado ella tanta intimidad, acostumbrada a altares y mausoleos, cuevas ocultas, museos y procesiones. Nunca había pertenecido ella a una sola persona.
Una noche, muerta de curiosidad, la mujer se inclina, se apoya con las manos en la mesa y toma asiento para ver al hombre, que en ese momento deja caer su tenedor en el plato, atónito por la rebelión de su mujer objeto.
Tratan de hablarse, pero no hablan el mismo idioma. Tratan de hacer señas, pero no habitan el mismo mundo, no tienen nada en común, no entienden nada.
No les importa. Desde ese día se hacen ruidos incomprensibles, se bailan con mímicas inútiles, sólo por el placer de estar acompañados.
Los dos son como vasos llenos de palabras oídas, a punto de rebalsar, y un día algo cambia, algo calza donde antes no, y empiezan a comprender.
Las palabras en la piel de la mujer ya no son más palabras muertas, y ella empieza de nuevo a comer y defecar, como hacemos todos.
Desde entonces comparten el vino en la mesa blanca, y pasean por los salones de vidrio.
Ella permanece siempre desnuda, y a él eso le gusta.